viernes, 31 de mayo de 2013

Déficit atencional: Por favor terminemos con la farsa

En Chile hay algo así como un 5% de niños diagnosticados con TDAH (Trastorno por déficit de atención con hiperactividad). En Estados Unidos el número asciende a 9%. En Francia disminuye a menos del 1%. Estos datos debieran ser suficientes como para cuestionar seriamente una idea que ronda hace rato y con mucha fuerza: la idea de que se trata de una enfermedad, una condición médica, un trastorno del sistema nervioso. De hecho, hasta donde yo sé no hay todavía ninguna evidencia relativamente concluyente de que el cerebro de los niños diagnosticados con TDAH difiera notoriamente de quienes no han recibido la etiqueta, ni menos (y más importante) de que difiera al modo en que difiere un cerebro enfermo de uno sano. No tenemos, pues, razones para aceptar esta idea, o para drogar a un 5% de la población infantil a la luz de ella. (En todo caso, si vamos a drogar a alguien, mejor droguemos al profesor para que se active, más que drogar al niño para que se tranquilice. No sólo porque es adulto y, por ende, puede tomar la decisión responsable de si quiere o no consumir una sustancia, sino también porque es más económico y, quizá, también más saludable, considerando que no está claro qué efectos pueda tener el consumo periódico de fármacos para un sistema nervioso todavía en desarrollo.)

Hay dentro de la comunidad de expertos quienes, poniendo en duda las bases biológicas del TDAH, siguen describiéndolo como una condición médica (véase aquí). Esto yo no lo entiendo. Tal como lo sugerí hace algunos años, de manera más general en un trabajo sobre el concepto de trastorno mental (click aquí), carece de todo sentido caracterizar de este modo (como "médicas") condiciones que no tienen ningún nexo conocido con trastornos somáticos. Más aún, este inexacto uso lingüístico es altamente peligroso, porque deja el camino despejado para el tratamiento vía medicación y también porque oscurece uno de los aspectos más importantes, a mi juicio, del TDAH: a saber, el hecho de que se trata de una condición construida y perpetuada por la cultura.

Lo que este síndrome refleja, en efecto, no es una falla en la biología del niño, sino una falla del niño para ajustarse a ciertas expectativas que se tienen de él en nuestro contexto cultural. Eso quiere decir que hay dos maneras de "combatir" el TDAH: una, haciendo que el niño se ajuste a esas expectativas; otra, dejando de tener esas expectativas. La primera vía representa a grandes rasgos la visión que subyace a los así llamados "proyectos de integración escolar"; la segunda, la visión que alimenta el espíritu de la inclusión educativa. Desde el punto de vista de la integración, las necesidades educativas especiales deben ser atendidas con el propósito de normalizar al niño (en la medida de lo posible). La idea es que el niño llegue a parecerse lo más posible a un niño normal. La diversidad es vista aquí (en el fondo) como algo negativo o indeseable. En contraste con este modelo, desde la inclusión educativa se levanta el reclamo de que la diversidad debe ser aceptada (o incluso fomentada). En vez de tratar de normalizar al niño, en vez de tratar de borrar aquellas características que lo hacen diferente, el foco está puesto en el contexto. Es el contexto cultural el que ha de ser modificado. No es el niño el que tiene que adaptarse a las expectativas de su grupo, sino el grupo el que debe no sólo tolerar sino respetar (o incluso favorecer) aquellos aspectos del niño que lo hacen diferente, como su TDAH, por ejemplo. Para ponerlo en términos más concretos, si el niño no puede quedarse quieto en su asiento durante la clase de matemáticas, significa que hay que hacer la clase utilizando metodologías que no requieran que el niño esté quieto. En vez de llevarlo a un especialista médico para que lo drogue (y, de ese modo, lo normalice) hay que llevarlo a un especialista educativo para que le enseñe a aprender moviéndose. (Es justamente por eso, porque existe la diversidad y la valoramos, que necesitamos profesionales de la enseñanza.)

Por favor, terminemos con la farsa de la condición médica y asumamos que una sociedad en la que se respeta de verdad la diferencia tiene el deber de ofrecer alternativas educacionales para todos sus miembros, no sólo para los que aprenden sentaditos y bien peinados. Algunas personas necesitan aprender moviéndose. Drogar a esas personas, sobre todo si son niños, es un acto de discriminación y de exclusión. Es obstaculizar su desarrollo y, al menos por eso, debiese ser no sólo condenado socialmente sino ilegal. Por mucho que la cosa le cueste unos pesos a la industria farmacológica y unos cuantos desvelos a los hacedores de políticas públicas en educación.