Una de las características más obvias, más innegables
de la persona humana es su unicidad. No hay dos personas que hayan pasado
exactamente por las mismas experiencias o, en parte por eso, que tengan
exactamente las mismas inclinaciones o las mismas capacidades. En educación
esto se manifiesta particularmente en el hecho de que los estudiantes responden
de manera muy diversa a los distintos estilos y metodologías de enseñanza. Hay
los que ven mejor de lo que escuchan y los que escuchan mejor de lo que ven;
hay los que aprenden sentados y tranquilos y los que necesitan moverse para
pensar; hay los que captan rápidamente los principios de algo a partir de un
par de ejemplos y, a la inversa, los que van con facilidad de lo general a lo
particular. De ahí que las personas, a diferencia de los autos, los
computadores y otras máquinas, no puedan hacerse en serie.
Esta
perogrullada se ignora casi por completo en nuestro sistema educativo actual, cuya
valoración por la diversidad del alumnado es prácticamente nula. Existe, en
particular, una absurda pero muy difundida tendencia a homologar todo,
absolutamente todo: las prácticas pedagógicas, la duración y el formato de las
clases, el currículo, la evaluación, la infraestructura de los establecimientos
educacionales, la organización del espacio e incluso cosas aparentemente tan triviales
como la forma de vestir de los estudiantes. En este mundo escolar plano e
insípido, en el que cada rincón del individuo y su entorno tiene que ser normalizado,
no tiene cabida la unicidad de la persona – y, en esa medida, queda
obstaculizado el proceso de aprendizaje. Si el estudiante no puede estarse
quieto, no aprende, porque el profesor no sabe cómo enseñarle a un niño que se
mueve tanto (“no es normal”); si habla o baila mejor de lo que ve o escucha
también está en desventaja, porque la clase se centra en lo que el profesor
dice y escribe en la pizarra y apenas considera lo que el alumno quiere decir
(distinto de lo que tiene que decir) o los movimientos que
hace (si es que se le permite hacerlos). Si su trasfondo cultural es distinto
al del profesor – o al de los empleadores del profesor – también está
embromado, porque a nadie le interesa en realidad. Si no está motivado para
aprender, bueno, hasta ahí no más llegó: “el problema es de la casa”. (Pocos
parecen dar crédito al esfuerzo que hiciera el gran filósofo de la educación,
John Dewey, para convencer a los educadores de que parte de su tarea era despertar
el deseo por aprender.) Ni qué decir de si el estudiante es sordo o ciego,
o si tiene síndrome de Down, porque para situaciones como estas muchos de
nuestros profesores se declaran (ellos mismos) sencillamente
incompetentes.
Cuando discuto estos asuntos con educadores y otra gente
interesada en educación, suelo escuchar de vuelta que uno no le puede pedir
tanto al profesor, que para eso están los “especialistas”. Esta respuesta no
deja de sorprenderme (e inquietarme), no porque no crea en los especialistas,
sino porque hasta donde puedo ver el
profesor debería ser el
especialista. En efecto, parte de lo que se espera de alguien que domina el
arte de enseñar es que pueda enseñarle no sólo a un cierto tipo de estudiante
sino a cualquier o casi cualquier estudiante. Esto es lo que el común de los
mortales no sabe hacer – aquello para lo cual la sociedad requiere de profesores.
De modo que por supuesto que necesitamos especialistas: especialistas de
la enseñanza.
Espero se
entienda que no pretendo negar que hay, sin duda, otros especialistas que son
de gran ayuda en situaciones puntuales. El tema es que la demanda por “otros
especialistas” decrecería dramáticamente si se conjugaran dos situaciones: una,
que nuestros profesores estuvieran realmente preparados para – y dispuestos a –
atender la diversidad; la otra, que esa atención consistiese no en tratar de
corregir la diversidad – uniformarla – sino en aceptarla,
promoverla y hacer que aprendamos de ella.
Una manifestación de uniformidad y homologación que, a
mi parecer, es de las más dañinas en educación, tiene que ver con la rigidez
con que se determina el tiempo que cada alumno necesita para lograr ciertos
aprendizajes. Así, por ejemplo, se actúa como si todos o casi todos los alumnos
aprendieran a leer, a escribir, a sumar y a restar durante un periodo de
instrucción similar – como si Juanito y María necesitaran más o menos el mismo
tiempo para aprender cada una de estas cosas. También se asume que debiesen
hacerlo en la misma secuencia – como si no fuese posible o deseable o sensato
que, por ejemplo, mientras Juanito aprende a leer en primero
básico y a restar en cuarto, María aprende a restar en primero y a leer en
cuarto. En la educación universitaria se verifican fenómenos análogos. Con
poquísimas excepciones, las carreras universitarias duran prácticamente lo
mismo. No importa si usted quiere ser ingeniero, psicólogo, actor, diseñador o
educador: en cualquier caso, para obtener su título se le exigirá un proceso de
estudios de 4 a 5 años. A nadie parece ocurrírsele que para llegar a dominar el
arte de la enseñanza uno puede necesitar más años de estudio que para dominar
otras artes o disciplinas; o que algunos estudiantes podrán aprender en tres
años de estudio lo que otros en cinco y lo que otros en siete. Nos parece
"natural" que todos los estudiantes aprendan de la misma forma, en la
misma secuencia y en el mismo número de años, independientemente de la carrera
que estudian o las particularidades de cada uno de ellos.
Es curioso que el uniforme, según dicen algunos, haya
sido pensado en parte para evitar la segregación de los estudiantes. Digo que
es curioso porque una educación que intenta uniformar a sus estudiantes (tanto
en sentido literal como en sentido figurado) no respeta la diferencia y, por
ende, termina discriminando y segregando. Asumir que los estudiantes son
personas, no máquinas, conlleva asumir que son seres únicos a quienes no tiene
sentido tratar de manera uniforme; y, más aún, que tienen el derecho a
no ser tratados así (por el mero hecho de ser personas). La homologación de los
procesos educativos es cuestionable, pues, no sólo a nivel de su efectividad:
es también cuestionable a nivel ético. Porque induce al
sistema educativo a tratar a sus beneficiarios como si fueran menos que
personas.